Con sus huesos a otra parte

(Especial por Jorge Gorostiza) Hace 75 años, el Generalísimo Francisco Franco disponía la retirada de la División Azul destinada al frente ruso. La unidad militar, compuesta por unos 45.500 voluntarios falangistas, había sido el modo de pagar la deuda del franquismo con los nazis, desde el bombardeo de Guernica (el primero pero no el último contra una población civil) en adelante.

Los españoles venían de combatir en la guerra civil que durante tres años destruyó su país. La experiencia rusa fue aún peor, si fuese eso posible. La Azul fue la 250ª división de infantería de la Wehrmacht (el ejército alemán) e hizo a pie el trayecto hasta el frente: más de 900 kilómetros a marcha forzada. Para colmo, su llegada no fue muy bien recibida por los germanos. Para el estricto sentido del orden prusiano aquellos ibéricos eran poco menos que una banda de sátiros que no perdían oportunidad de acostarse con cualquier mujer, aun las judías.

Sin embargo, aquellos juerguistas poco amigos de la higiene, que vivían cantando y con el uniforme desabotonado, resultaron ser durísimos combatientes. Así lo reconoció el propio Hitler ante su estado mayor. También los propuso como ejemplo en varios discursos radiales. La División Azul fue masacrada en el sitio de Leningrado. Más de 25.500 falangistas (el 56% de la división) fueron muertos por el Ejército Rojo. Allí quedaron. Entre finales de 1943 y principios de 1944, Franco dispuso la retirada de los combatientes españoles. Su deuda con Hitler había sido saldada. Con sangre.

Franco murió de viejo en 1975. Su dictadura había durado nada menos que 40 años. Antes de bajar a los infiernos, el Generalísimo se hizo levantar un gigantesco monumento. El Valle de los Caídos fue construido por prisioneros de guerra republicanos y allí fueron enterrados en fosas comunes miles de muertos en la guerra civil. En lo más alto del Valle se destaca una iglesia, en su interior dispuso el dictador que fueran a parar sus huesos.

La tumba de Franco ha sido, durante décadas, un punto de peregrinación de falangistas nostálgicos y católicos integristas. En cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica, el gobierno español ha dispuesto la exhumación de los restos del Generalísimo y su traslado a un cementerio privado.

Ayer se conoció que Santiago Cantera, prior benedictino del Valle de los Caídos, se ha negado a que el gobierno ingrese a su templo para exhumar el cadáver del dictador. Lo ha hecho alegando el desacuerdo de los herederos de Franco. La opinión de los herederos de sus miles víctimas enterradas también allí no cuenta en absoluto.

Cantera no está sólo en su  negativa a terminar con el monumento al franquismo. Su decisión ha sido respaldada por el asesor legal y superior de los benedictinos españoles. En 1993, antes de ingresar en la Orden de los Benedictinos, Santiago Cantera fue candidato de la Falange Española, la misma que envió sus voluntarios a pelear junto a los nazis en Rusia.

El presidente español, el socialista Pedro Sánchez, había prometido que los restos de Franco serían removidos en agosto pasado. El Partido Popular (PP), los abogados de la familia Franco y también la iglesia han hecho cuanto han podido por burlar la decisión del pueblo español.

A unos 50 kilómetros de Madrid, el Valle de los Caídos es una ofensa, no sólo para las víctimas del franquismo, sino para toda España y el género humano en su conjunto. Imaginemos, por un momento, un monumento a Hitler, a Idi Amín o Jorge Rafael Videla. Impensable.

El plan B de los herederos del Generalísimo es que su ancestro vaya a parar a la Catedral de la Almudena, en pleno centro de la capital española. El gobierno de Pedro Sánchez niega de plano esa posibilidad. En esa hipotética nueva ubicación, el cenotafio del dictador sería ya una atracción masiva.

En cualquier caso, si los cadáveres de más de 25.000 españoles que fueron a luchar por él pudieron quedar abandonados en Rusia, los huesos de Franco bien pueden ir a parar ya saben dónde.