Estados Unidos lanza la moneda al viento de la historia

8 noviembre, 2016
Estados Unidos lanza la moneda al viento de la historia
kennedy-half-dollar-1964
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Para muchos, estas son las peores elecciones de la historia de los Estados Unidos, básicamente por la pobre imagen que despiertan, por distintas razones, los dos candidatos, la demócrata Hillary Clinton y el republicano Donald Trump. Y en el fondo tienen algo de razón.

Salvo excepciones -el candidato a vice de Hillary, Tim Kaine, es una de ellas- pocas veces se ha visto en el escenario electoral norteamericano tamaña pobreza intelectual y conceptual en las respectivas campañas proselitistas de los dos principales postulantes.

Los programas de gobierno y las propuestas profundas y renovadoras, superadoras de la crisis que todos esperaban brillaron por su ausencia, desplazadas por los mutuos insultos, acusaciones y descalificaciones personales que se dispensaron ambos contendientes a lo largo de todos estos meses de agotadora puja electoral.

“Jackass” (“boludo” es la traducción más benévola que me viene a la mente) es como llaman los demócratas a Trump por default. “Criminal” y “Enciérrenla...”, es lo menos que gritan de Hillary los “trumpistas” en sus paganas liturgias colectivas.

Pero también, como el reverso de una misma moneda, estos comicios muestran otra cara.

Detrás del barullo y el ruido preelectoral, de las chicanas, agravios y acusaciones cruzadas de los dos aspirantes a la Casa Blanca, detrás de la pobreza intelectual y las imprecaciones de baja estofa, yace la que quizás sea la más dramática y crucial de todas las encrucijadas que ha afrontado esta nación.

Este martes, millones de ciudadanos estadounidenses elegirán mucho más que un presidente o una presidenta que encarne, con su obra y pensamiento, el tiempo que le toca vivir, dejando a la posteridad su legado personal como una lección para las generaciones que vendrán (esto no es mera retórica, éste es precisamente el concepto primordial de lo que la Presidencia representa para este país en donde, a diferencia de la Argentina, la política es antes que nada un asunto de percepción).

Este martes, más allá de las personas, más allá de la sospechosa Hillary y sus benditos emails o del impresentable de Trump y sus alardes de depredador sexual, los norteamericanos, con su voto, arbitrarán entre dos modelos de país. Dos visiones de lo que debe ser esta nación, separadas no sólo por las respectivas posiciones en cuanto a la economía, la inmigración o el aborto, sino por la mismísima Historia.

De un lado, un modelo, el propugnado por Trump, no ya por el partido Republicano al que dice representar. En el ADN de dicho pensamiento se pueden detectar los cromosomas de los arcaicos nacionalismos europeos de principios del siglo XX que degeneraron en el fascismo y el nazismo, mezclado con populismos de toda laya. Como una “mezcla de Hugo Chávez y Cristina Kirchner”, definió a Trump el diario conservador San Diego Union-Tribune.

Como un ángel exterminador vindicativo, destilando e inoculando en su secta de fanáticos el odio contra mexicanos y musulmanes, augurando poco menos que la llegada del Apocalipsis si ganan los demócratas y despreciando el resultado de las urnas si le resultara adverso, Trump ha venido cumpliendo con el manual de estilo del perfecto fascista y que se podría resumir en una sencilla receta: infundirle miedo a la sociedad, machacarle acerca de lo mal que ella está y decirle quién tiene la culpa. Seis millones de judíos fueron asesinados en la aplicación práctica de esta simple regla.

Enfrente del millonario y sus huestes se encuentra el otro modelo de país. Es la visión del partido Demócrata, resumida en el discurso político de Hillary que, en buena parte, toma prestadas banderas que no le pertenecen, como el programa de gobierno ciertamente exitoso de Barack Obama y también algo de la prédica revolucionaria de su otrora contrincante interno, el “socialista” Bernie Sanders. Digamos que con Obama bailando feliz en un 55 por ciento de aprobación popular a casi tres meses de irse, a la ex secretaria de Estado no la mueve ninguna otra razón de tal apropiacion que la mera necesidad de supervivencia.

Pero los verdaderos protagonistas de toda esta epopeya son los propios demócratas, quienes están hablando y actuando en la concreción de su propia utopía. En sus discursos y acciones, en sus apoyos y condenas, en la vibrante movilización de su ejército de voluntarios a lo largo y a lo ancho del territorio continental americano (contra unas pocas oficinas de Trump), el partido de Franklin D. Roosevelt y JFK, el partido de Obama, alimenta hoy esa histórica visión, heredera del movimiento de los Derechos Civiles de Martin Luther King Jr., de la Contracultura y de los poetas “malditos” de la generación Beat, de los “hippies” y la lucha por los derechos de la mujer, del rock, de Bob Dylan y de las multitudinarias concentraciones contra la guerra de Vietnam, etcétera, etcétera, etcétera. Esta herencia no pertenece por cierto al acervo republicano, es una visión de los demócratas.

Una visión en la que los Estados Unidos forman parte del siglo XXI, abiertos al mundo y no encerrados por muros. Un país que asume la profunda transformación social por la que está atravesando como una oportunidad y no como una amenaza. Una nueva y vertiginosa realidad basada en la idea-fuerza de que la diversidad, ya sea étnica, sexual, de género o etárea, es lo que hace grande a un país.

Lo dijo el propio Tim Kaine la semana pasada en el discurso que pronunció, totalmente en español, en Phoenix, Arizona, cuando afirmó que “Dios ha creado un hermoso y rico tapiz en nuestro país, una increíble diversidad cultural que prospera cuando le damos la bienvenida a todos con amor y nos oponemos a las fuerzas oscuras de la división”.

En ese histórico discurso (fue la primera vez que un candidato pronuncia aquí un discurso de campaña en otro idioma que no sea el inglés), Kaine se paró en la antípodas del discurso de Trump al decirle a la mayoría de hispanos presentes “todos somos americanos” y pedirles que “necesitamos que todas las personas, de todos los orígenes, ayuden a escribir los próximos capítulos de la historia de nuestra nación, como siempre lo han hecho”, tras lo cual remató: “esta comunidad (por la hispana) ha sido parte de una larga lucha y eso demuestra su constancia y poder”.

Kaine no es precisamente un descendientes de latinos, sino de irlandeses, pero aprendió el español como misionero con los jesuitas en Centroamérica. No es un paracaidista ignoto a la usanza de algunos de nuestros mas conspicuos políticos nacionales. Tras haber trabajado de chico en el taller de soldadura de su padre, Kaine fue abogado de derechos civiles, concejal, alcalde, vicegobernador, gobernador, senador y ahora candidato a vicepresidente con buenas chances. Si hoy completa su “cursus honorum” ganando la vicepresidencia, se puede decir que el único “dedo” que lo puso en cada cargo político que ocupó será el dedo de los que le dieron su voto.

Como decía Homero Expósito, “tomado con calma, esto es dialéctica pura”. La contradicción entre estos dos modelos, estas dos visiones diametralmente opuestas y separadas en el tiempo por casi un siglo de historia, guerras y millones de muertos, acaba de estallar y debe resolverse en los comicios de hoy, de donde, se espera, surgirá la síntesis.

Hoy, los Estados Unidos tienen dos opciones como nunca antes tuvieron. O le plantan bandera al germen del autoritarismo, ese virus que, como la misma putrefacción, ha descompuesto a la mayoría de nuestros países en Latinoamérica, o sucumben a su canto de sirenas y, más tarde o más temprano se estrellan contra los arrecifes.

Como aquel “huevo de la serpiente” que tan lúcida como dramáticamente pintara Ingmar Bergman en su filme homónimo acerca del advenimiento del nazismo, el monstruo acecha cada democracia desde los tiempos del “putsch” de la cervecería de Munich (si no sabe de qué estoy hablando, googléelo).

Y esta condición de bisagra, de vuelta de pagina, de punto y aparte que ostentan estas elecciones presidenciales en los Estados Unidos, hace que, lejos de ser las peores, quizás -y sólo quizás, dependiendo del resultado- terminen siendo, por esas ironías de la política o por su enorme sentido simbólico, las mejores elecciones de toda la vida cívica de la primera democracia que hace 240 años parió América.

Si no es así, entonces es que los hados de la Historia o el intrincado laberinto electoral americano, tenían planeado otro destino para esta nación.

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