Einseisten, Roca, la nada

13 octubre, 2012
Einseisten, Roca, la nada
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En un cine que hoy ya no existe porque se incendió hace ya unos cuantos años, un cine de butacas que se caían y paredes descascaradas y proyección deficiente, vi por primera vez –era yo un adolescente en todo el sentido de la palabra- la película “Octubre”, de Serguei Mijáilovich Eisenstein.

El cine, en una increíble matiné, temblaba por las patadas al piso que daba una concurrencia de pibes que –en extremo ignorante- suponía que estaban proyectando el filme al revés, porque los títulos aparecían en ruso. A la mitad de la función, ya casi todos se habían ido, decepcionados porque la película era muda, en blanco y negro, y narraba acontecimientos de masas, no historias personales.

Nosotros –mi primo, que después estudió Cine, y yo, que anduve por el mundo haciendo muchas cosas y después terminé recalando en la imposibilidad permanente del periodismo- nos quedamos. Estábamos fascinados de antemano por lo que habíamos leído del cine del gran director; por la historia de aquella película encargada por Joseph Stalin; y por la película misma, potente, innovadora desde la lejanía del tiempo.

De aquella experiencia recuerdo en particular la escena en la que una multitud enfurecida derriba la estatua del Zar Nicolás II. Ocurría aquello en 1917. La película fue estrenada 10 años después, apenas, de aquella revolución comandada por Lenin, que derivó después en la Unión Soviética, en el mundo bipolar, en la Guerra Fría, en la caída del muro, en la globalidad capitalista, y en este incomprensible y por eso mismo interesante presente.

Muchas estatuas fueron entronizadas desde entonces, y muchas –a veces las mismas- derribadas como símbolo de los cambios políticos y sociales.

El símbolo de la estatua derribada (o robada, o mutilada) es ya un cliché en nuestra moderna sociedad del siglo XXI, en el tercer milenio de la humanidad, cuando los diarios se leen en pequeños aparatitos que también se usan como teléfonos, y sirven además para “navegar” por las noticias del mundo, para escuchar canciones, para mirar películas, incluso aquella “Octubre” de 1927, en blanco y negro, con las estremecedoras imágenes del genial ruso que supo mantener en alto la creatividad por encima de las miserias circunstanciales de las necesidades políticas del momento.

A veces, las estatuas resisten los intentos de hacerles morder el polvo. No creo que sea por la solidez de su construcción. Tiene que ver, más que nada, con la insustancial convicción de quienes pretenden derribarlas. Con una versión berreta de la revolución. Con una réplica devaluada de heroicas acciones del pasado.

Es lo que sucede, posiblemente, con la persistente idea de borrar de la historia argentina a Julio Argentino Roca, acusado por los vaivenes de los tiempos políticos de genocida, envilecido post mortem, reducido a la primaria idea de que fue una especie de Presidente asesino, despiadado e incluso bruto, en una suerte de síntesis mediocre de las complejidades de nuestra rica historia, imposible de reducir en una historieta de buenos y malos, de negro y blanco, de ricos y pobres.

La historieta igual se hace, y suele producir efectos ridículos. Como pensar que inevitablemente Roca debe ser reemplazado en la iconografía argentina por una mujer (no importa tanto quien, puede ser Evita en el caso de los billetes, o Juana Azurduy, o una anónima mujer mapuche, en fin, puede ser cualquiera con tal de quitar del medio al Presidente asesino).

El otro día, mientras miraba televisión, me sentí otra vez un adolescente sentado en aquel cine de butacas gastadas y tembleques. En lugar de la estatua del Zar, era la estatua de Roca en Bariloche lo que se pretendía tirar abajo. En lugar de masas proletarias y campesinas enardecidas que peleaban para derribar un régimen autoritario y opresor, era una cincuentena de enfervorizados miembros de una cooperativa funcional al gobierno municipal para hacer clientelismo político, la que pugnaba por serruchar las patas del caballo del Presidente asesino.

En lugar de cambiar la historia de la humanidad por 50, 60 ó 100 años, la pequeña masa protestante se contentó con una promesa de ordenanza municipal improbable, y con la idea de que Roca podría compartir escenario turístico con alguna otra estatua que se haga en homenaje, por ejemplo, de los pueblos originarios, que –como se sabe- son de acá, o eran de acá, o eran de más o menos cerca de acá, en fin, como un esquimal, como un cheroqui, como cualquier pueblo original, pues al fin y al cabo todos los pueblos son originales en la gran originalidad del planeta tierra, tercero desde el sol, sistema solar, Universo.

Sí, debo confesar que me acordé de aquel cine, y de muchos amigos que conocí en aquella época, con quienes intentamos, como todos en todas las épocas, hacer una revolución, una revolución para cambiar las cosas que están mal, y mejorar la sociedad, y hacerla libre, libre, libre, libre, libre sobre todo de la estupidez y su costumbre de pecar por reiterada, falsificada, impostada, y así ser cada vez más estúpida, más insípida, más de sumar nada con nada y obtener al fin, nada.

Rubén Boggi

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