El espanto saludable

30 enero, 2013
El espanto saludable
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Acompañó a su mujer, que tenía que pasar por el trance de un estudio médico de esos de la maravillosa nueva tecnología, que posibilita que una diminuta cámara explore recónditos lugares del cuerpo para descubrir eventuales males y prevenir desgracias mayores.

En la misma entrada de la institución –privada- le dio como un primer espasmo desagradable. Poco lugar, y una breve cola de gente embocando al único empleado que estaba haciendo algo. Entraban y salían mujeres y hombres de distinta laya y edad. Algunos con caras de acompañantes o familiares. Otros, de pacientes recién salidos del infierno.

Habían llegado justo a horario. Pero el único empleado aplicado a la atención al público, morocho, pelo duro y corto, cabeza cuadrada y gesto de fastidio, no era precisamente una oda a la eficiencia. Cada letra que dibujaba con precisión de orfebre en la planilla demoraba por lo menos un minuto. El tipo se pasaba las manos por la cara a cada rato, miraba el reloj, atendía el teléfono y charlaba algo con una gorda que aparecía y desaparecía, enfundada en un guardapolvo blanco, como un dirigible.

Su esposa se paró detrás de otra señora sentada que era la que estaba siendo atendida, y él empezó a caminar de este a oeste por la estrecha recepción de la clínica. No era un león enjaulado, era un chacal, un vampiro, un gorila enojado porque habían pasado ya 20 minutos y su mujer no había llegado siquiera a la puerta de entrada al maldito estudio preventivo.

El empleado receptor de las obras sociales era un caso. Se acordó de algo y dejó de atender para ir a hacerlo. Volvió después de quitarle otros 10 minutos a la humanidad que esperaba. Él ya refunfuñaba notoriamente. Le pegó una patada disimulada a la pared revestida de machimbre barato y de mal gusto. Imaginó que si esto pasaba con una obra social cara, la atención para un indigente debía ser como descender a los infiernos, sin el Dante ni la Divina Comedia para morigerar el mal trago.

Después de 45 angustiosos minutos el empleado terminó de hacer las planillas, y la esposa de firmarlas. Es una lección para los desprevenidos: allí se firma el permiso para que a uno le hagan cualquier cosa que al médico le parezca conveniente, y además se destaca que no habrá derecho al pataleo sobre eventuales consecuencias negativas. La mujer firmó sin mirar, apurada. Él lo leyó después, con un escalofrío: el sistema es infinitamente perverso. “Yo, me muero en mi cama”, pensó.

En la sala de espera, en donde estuvieron casi otra hora (total de espera, una hora y media, para hacer un estudio cuyo turno se había sacado un mes atrás), la imagen del subdesarrollo estaba aumentada. Había moscas, por ejemplo, algo que en una institución de salud no es deseable. Un televisor gritaba noticias deportivas frente a un letrero que rezaba: “silencio”, sin éxito. ¡Y había un patovica! Sí, la clínica tiene un patovica como en los boliches, que ordena un poco el tránsito de los perdidos, pregunta cosas a los sospechosos, y vigila que nadie se robe una almohada, una sábana manchada, un riñón, en fin, cualquier cosa que un ladrón puede afanarse de una clínica.

El patovica es un señor maduro, de envidiable y firme físico, zapatos negros lustrosos, pantalones jeans, y una remera…con una calavera, y algo en inglés que no alcanzó a leer. Seguramente algún grupo de rock heavy. La calavera, por obvias razones, no parece la ilustración más deseable en una institución de la salud. El tipo, cada tanto, se acercaba al televisor para subir el volumen cuando aparecía algo que le interesaba de Fox Sport, en desmedro del cartel de “silencio”, que nunca estuvo tan desubicado como allí, a solo metros de habitaciones donde habrá – pensó- gente que sufre, eso sí, en silencio.

El estudio, finalmente, fue lo más rápido. Duró menos de media hora. Esperó en el pasillo que daba al quirófano, con cierto espanto creciente. El espanto fue confirmado cuando dos camilleros pasaron transportando a un recién salido de la carnicería. El tipo estaba dormido, para su suerte. Blanco como el papel blanco, más cerca del arpa que de la guitarra. Los camilleros lo subieron al ascensor e hicieron mutis por el foro.

La media hora pasó relativamente rápido. Pudo ver que a metros del quirófano también había moscas. Observó un pedazo de galletita mordida en el piso, cerca de una puerta cerrada. Los peldaños de la escalera estaban resquebrajados, y la imagen de una virgen bordeada con flores de plástico no auguraba nada bueno.

Salió con su mujer medio dormida por la anestesia como quien huye del horror. El aire de la calle le pareció un bálsamo paradisíaco.

Se sintió feliz por estar sano. O por lo menos, de no estar enterado de nada. “Sí –pensó- sí, sí…yo…yo me quiero morir en mi cama”.

Rubén Boggi

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