Los días en que le ganamos al virus

13 marzo, 2020
Los días en que le ganamos al virus
vih-sida
vih-sida

Los virus son
así, tienen estas consecuencias. Dividen, alejan a las personas. El virus está
feliz cuando consigue eso, me decía El Pollo, allá por 1989, sumergidos los dos
en “la pecera”, un cerramiento de aluminio y vidrio en un extremo de la
Redacción de El Diario del Neuquén, en Fotheringham 445.

Hablábamos de los
virus porque él se había sincerado, y tenía yo que guardar el secreto. El Pollo
tenía el HIV, el temible virus de la inmunodeficiencia humana. El virus era
letal y terrible entonces, más que ahora. Pero peor era la consecuencia social
de ese bichito maligno. Se estigmatizaba, se perseguía, se aislaba. La gente
con Sida se moría de enfermedad acrecentada por la soledad y el rechazo.

Él había entrado
a la pecera, y con ojos huidizos me había dicho: Tengo la papa. Lo miré sin
entender, y entonces aclaró. Tengo Sida, Pelado.

El Pollo, flaco
como un alambre, hiperkinético, golpeaba el escritorio con sus dedos huesudos.
Yo lo miraba sin saber qué decir. Dije algo, no me acuerdo qué. Y después se me
ocurrió buscar el mate, y cebar unos mates, y convidarle a él, como diciéndole,
está todo bien, sigamos laburando, sigamos haciendo periodismo.

El Pollo trabajó
y siguió trabajando, y después se fue, y formó una pareja, y tuvieron una hija,
y me invitó a cenar una vez a su casita alquilada para celebrar que ella había
nacido sin problemas, sin contagio, sin la temida herencia, y era tan poco lo
que sabíamos entonces, y era tanto el miedo, y la impotencia, el miedo sembrado
justo en el centro de las relaciones humanas.

Al tiempo, ya en
otro diario, La Mañana del Sur, pero en el mismo edificio, volvió. A pedir
trabajo, nuevamente. Se lo gestioné, pero tenía que pasar por un examen médico.
Entonces –mediados de los ’90- el examen médico en las empresas incluían el
test de HIV, pero se hacía a escondidas, es decir, no se mencionaba
oficialmente. El caso es que ninguna empresa quería aparecer como discriminando,
pero todas se permitían la decisión de discriminar por HIV.

Obvio, saltó el
tema. Me llamó uno de los directores y me dijo: Che, El Pollo tiene Sida. Me lo
dijo en un susurro, con cara de dar una mala noticia.

Sí, le dije. Ya
sabía.

No sé si por mi
calma, o tal vez por alguna otra razón, El Pollo fue admitido sin problemas, y volvió
a trabajar en la misma Redacción en donde había empezado a ser periodista. Tan
flaco como siempre, tan eléctrico como siempre, tan talentoso, tan libre que se
permitía cualquier macana, porque no le importaba, tal vez porque pensaba que
ya había logrado lo más importante, superar el estigma, seguir abrazando
compañeros, compartiendo, riéndose de lo mismo que se reían los demás, llorando
por lo que había que llorar.

De a poco, el
virus, el maldito, fue perdiendo. Un poco por la ciencia, pero mucho, mucho
más, por la gente, por el afecto, por el amor entre las personas. A los virus
no les gusta el amor. Les cae indigesto.

La vida siguió su
curso, y El Pollo se mandó unas cuantas macanas y se terminó yendo, volviendo
al pago originario, al Azul en común que siempre tuvimos. Lo encontré algunas
veces, nos chateamos algunas otras.

Un día, llegó la
noticia de que había muerto, de repente, de improviso, después de una noche de
charla y amigos y amores.

Pero no fue el virus, no. Murió porque quiso, de puro despelotado. Yo lo recuerdo ahora, y recuerdo las rabietas que me hizo agarrar, y las risas que me había provocado tantas veces. Y pienso en el Coronavirus, y en el síndrome del aislamiento y la separación entre personas, y no puede dejar de sentir lo que sentí hace 30 años, en la pecera, en Fotheringham 445, aquella vez que un virus pretendió instalarnos el estigma, y logramos derrotarlo.

Rubén Boggi

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