Tres mujeres

7 marzo, 2020
Tres mujeres
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Blanca nació en la década del ’30 del siglo pasado, hija de italianos emigrados de la primera guerra mundial. De chiquita era mejor alumna en la primaria, pero cuando terminó no siguió estudiando. En lugar de las aulas, la esperaba la casa de otros gringos con más plata, que la emplearon como sirvienta. Trabajó allí hasta que una vez se le cayó agua hirviendo sobre las piernas, y tuvo que seguir porque la patrona consideró que era una cosita de nada. La madre de Blanca se llamaba Camila, y cuando la vio con la cara llena de lágrimas y la boca torcida por el dolor, le dijo que su trabajo se había terminado, que se quedara en casa, que total algo de comer siempre habría, y después, cuando fuera más grande, ya vería de encontrar otro laboro.

Blanca trabajó después en Gath & Chaves, y al poco
tiempo empezó a noviar con Roberto, que trabajaba en una fábrica, y se casaron,
y tuvieron hijos, y pasó el tiempo, y se pudieron ir a vivir a una casa sin más
familia que la recién formada. Allí Blanca, medio en el campo, medio en la
ciudad, fue criando a sus hijos casi sola, porque Roberto estaba casi todo el
día en la fábrica, y la otra parte del día con el fútbol.

Un día, en el que su marido se había cruzado a lo de los
vecinos de enfrente, a charlar y tomar unos vinos en la noche tórrida de un
verano oprobioso, Blanca se cansó de esperar y mantener la comida caliente,
salió al patio con una pistola 22 y tiró cuatro tiros al aire, rodeada por el jolgorio
de sus hijos, que bailaban alrededor creyendo que había llegado el carnaval.
Roberto llegó corriendo y asustado, preguntó de mala manera qué había pasado, y
recibió como respuesta solo una furibunda mirada, y allí, en ese momento, un
día de fin de semana de enero en la década del ’60, se terminó el patriarcado
en esa casa.

Por eso, Liliana, hija de Blanca, salió al mundo lejos de la
casa familiar ya con la impronta de que mujer no significaba ser más que nadie,
pero tampoco menos, y allí se fue con sus aires libertarios y su melena
enrulada a estudiar y conocer otras gentes y otras geografías. Era la década
del ’70 y los compañeros todavía miraban con más sexo que entendimiento a las
compañeras, y los militares miraban a todos como subversivos que eran, y a los
que había que, en lo posible, exterminar.

Liliana hizo su vida, estudió, se enamoró, quedó embarazada,
y perdió ese embarazo a patadas en un allanamiento en el que se llevaron para
siempre a su marido, sus ganas de vivir en esa ciudad con olor a tilo y
refinería, y se fue para el sur, a la ciudad natal, y siguió estudiando otra
cosa, y se recibió, y se mudó a otro puerto más al sur, y construyó amistades y
diagramó libertades, y se vino al Neuquén, y enseñó y sembró rebeldías, sin
claudicar nunca, sin quejarse, hasta que el cáncer se la llevó, joven y
resuelta y resignada, casi sin decir adiós, casi sin que nadie lo notara.

Alguna vez, en alguna charla, en alguna noticia, en alguna
referencia, se cruzó Liliana con Olga, que para entonces había emigrado del
peronismo de Perón después de haber trabajado con Evita, allá por el ’55, para subirse
a un tren y llegar hasta donde los rieles la llevaran. Olga, sola, sin marido,
sin novio, Olga se encontró en el tren con un cura, y se pusieron a charlar, y
fue tan buena la charla, que cuando el cura se bajó, en Cutral Co, se bajó
también Olga, y se quedó allí nomás, todavía joven, todavía con tantas ganas de
gritarle al cielo y a todos que había que luchar para cambiar las injusticias,
pelear para defender al obrero, educar para aprender a ser más libres.

Olga entonces agarró para el lado del periodismo, y trabajó
para la televisión estatal del viejo canal 7 nacional desde la Patagonia, y
trabajó para el diario Río Negro, y trabajó para El Diario del Neuquén, y
trabajó para La Mañana del Sur. Olga, ya vieja, ya chueca, ya achacosa con el
asma y las enfermedades, ya con poca vista, le avisaba a la policía cuando iba
a salir de la agencia del diario, y la policía mandaba un patrullero, que se
ponía por delante del desvencijado auto en el que Olga salía, con los ojos
prendidos de las luces policiales, siguiendo esa guía que le abría camino en el
tránsito cutralquense de la década del ’90.

Olga, que era tan mujer que se llevaba mejor con los rufianes
simpáticos que con los poderosos de naturaleza agria, era capaz de pegarle un
grito a cualquier matón que la fuera a pretender intimidar por alguna noticia
inconveniente, y una vez hasta le puso un trabuco de dudosa procedencia arriba
del escritorio a un perejil que intentaba amenazarla.

Blanca y su libertad dificultosa quedaron enterradas en
Azul. Liliana se fue a volar en sus cenizas en cielos patagónicos. Y Olga se
quedó nomás para siempre en Cutral Co, en donde hay una calle que la recuerda.

Blanca, mi madre, Liliana, mi hermana, y Olga, mi maestra.

Rubén Boggi

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