Mi adolescencia y la prostitución

12 julio, 2018
Mi adolescencia y la prostitución
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Tenía 17 años y, si bien comenzábamos a hablar de cosas que “antes no”, tampoco existía la libertad que hay ahora en muchos hogares.

Hoy, con casi 24 años, me alegra haber nacido en una generación bastante “open mind” que continúa rompiendo estructuras, aunque sigamos desligándonos de ellas con el paso del tiempo. Supongo que “se lucha” constantemente con generaciones más antiguas, y también nos sorprendemos con las nuevas. Estamos en el medio.

En aquel entonces, y en un contexto económico y social de clase media, estábamos descubriéndonos todos los días, a prueba y error. Pero, un día, Valentina me descolocó.

Ella, era mayor de edad, pero seguía siendo pequeña, en muchos aspectos. No la veía hace tiempo por las típicas peleítas “teen”. Su papá vivía en Cinco Saltos, su mamá no aceptaba aún que fuera bisexual y no tenía la comunicación que deseaba. Su hermano, más chico. Sus abuelos (quienes “más la cuidaban”, según definía) lejos de Neuquén Capital.

“¿Cómo estás? ¿Tenés pensado seguir una carrera? ¿Qué pasó con Fulano? ¿Qué pasó con Mengano?”, y las típicas preguntas de una conversación normal, hasta que dije: “¿De dónde sacás esa plata? ¡Boluda es un montón! ¿Estás laburando?”. Valentina me respondió que sí, pero aclaró que era algo que me sorprendería. “¿Estás vendiendo porro?”, le pregunté. “No… Soy prostituta”, dijo con naturalidad mientras se reía de mi cara. Empecé a reír también, porque pensé que era un chiste. Y no, no lo era.

Le pedí detalles y no tuvo problema en dármelos. Averiguó por Internet alguna forma fácil de conseguir dinero, se puso en contacto con otras chicas que hacían lo mismo. Se sacó fotos casi desnuda y completamente desnuda también. Las publicó en un sitio online y dejó su número de teléfono.

Le hice tantas preguntas que no puedo enumerarlas. Entre ellas: “¿Pero, lo pensaste bien? ¿Cómo te animaste? ¿No tuviste miedo la primera vez?”. Dijo que sí, que tuvo miedo, pero que era su decisión, y que le parecía bien. Ella dejaba “las cosas claras” antes de recibir a un cliente. “¿Y no pensaste que tus fotos están en Internet y que, de alguna forma, pueden llegar a tu hermano más chico, o a tu mamá?”, agregué. Y no supo qué decir, aunque noté una mirada vergonzosa.

Yo la conocía, y realmente sabía y sentía, que ella no estaba tan relajada como quería mostrar. “Le agarré el gusto al dinero. Me pasan a buscar y a algunos les da miedo porque ven que soy muy piba, pero después se les pasa. Otros me sacan a comer también. Son muchos petroleros. Realmente no me molesta y es un rato”, fue parte de lo que me dijo. Y sonó el teléfono, y era un cliente. “Escuchá, lo pongo en altavoz así entendés cómo es”. Y hablaron como si fuera un trámite, un papeleo.

Hoy, años después, escuché otras voces (sobre todo por informes y entrevistas de 24/7) y comprendo que es la decisión de muchas mujeres. No puedo juzgar a nadie, más que dar mi opinión a quien quiera escucharla, y siempre fui fanática de la libertad. Por eso, en aquel entonces, decidí no meterme mucho más. Solo quise asegurarme que ella “estaría bien”, aunque suene fuerte por la edad que teníamos.

El gusto amargo que siento aún, es que siempre supe que, dentro de esa historia, había un contexto familiar poco considerado, sin cuidado e interés sincero, algo que tantas personas buscamos en nuestras amistades. Y tal vez no pude hacer nada por ella, y hoy no sé dónde está, o si le pasó algo.

 

Sofía Seirgalea

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