Dominación, política y sexo (capítulo Uno)

8 julio, 2018
Dominación, política y sexo (capítulo Uno)
sexo oral
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Le gustaban las mujeres, sí, pero más le gustaba el poder. No el poder amar a una mujer, sino dominarla. Y, ya que está, dominar a otros también. Tal vez no pensaba en eso cuando empezó, muy joven, una carrera política facilitada por la pertenencia a la estructura hegemónica y gobernante. Pero, lo pensara o no, fue más o menos lo que ocurrió.

Entre el estudio, la finalización, y el comienzo de esa efectiva carrera, pasó muy poco. La política ama a los jóvenes, les interesa usarlos. Así que muy pronto, más pronto que en otros casos, se vio dueño de una importante oficina en la vieja Casa de Gobierno. Relaciones familiares, de amistad, aderezadas por un poco –no mucho- de militancia, un perfil agresivo y presuntamente inteligente, bastaron para convencer al líder de turno. Un guiño y alguna atención entre sábanas con ardorosas funcionarias, bastó para encumbrarlo como una de las promesas jóvenes de mayor expectativa hacia el futuro, hacia la continuidad del régimen.

Afirmado en su oficina, y rodeado de secretarias que fue seleccionando, pasó poco tiempo para que comenzara a sentir el ardor en sus entrañas. El poder unido al sexo es un arma formidable. Con algún que otro engaño, y alguna que otra sugerencia amenazante, pronto tuvo a su merced los favores de una, dos, tres, empleadas y amantes. La conjunción ideal. Y, para acrecentar el placer, colocó cámaras y grabó en la computadora sus encuentros. Sexo oral, mayormente. Miraba después los videos y sentía una satisfacción redoblada. Llegaría lejos. Sería gobernador. Tal vez, algo más. Muchas mujeres sentirían el poder. Y hombres también. ¿Por qué no?

Pero, el poder es un arma de doble filo. A veces, con un filo corta al adversario, y con el otro, infiere una herida imprevista al propio cuerpo. La publicidad de sus videos de encuentros sexuales lo sorprendió con la guardia baja. Podría decirse, con los pantalones abajo, usando una imagen que agregue algo de sorna a tanta realidad tenebrosa. El poder, el verdadero, no el que él había pretendido tener para sí, lo corrió de a poco. Perdió la oficina, el cargo, pero, más que nada, perdió la confianza de los demás.

Descubrió que el sexo unido al poder era tan excitante en su plenitud como deprimente en la abstinencia. Las relaciones que pudo mantener, y el conocimiento de algunos secretos inconvenientes unido a esas relaciones, lo mantuvieron a flote, en discretos segundos planos. Se atrincheró en municipios, en cooperativas con menores exigencias. Pasaron los años, pero el hambre no se le fue. El deseo, el deseo irrefrenable, aumentó su insatisfacción tanto como las ganas de volver.

Ahí sigue, con un poco de añoranza y mucho de sexo cibernético. Ya no es aquel jovencito prometedor, una esperanza partidaria, sino más bien un recuerdo siniestro, acrecentado por lo que vino después, la ola feminista, la diversidad apabullante, la inclusión que no lo incluía.

Aquella oficina, ahora guarda otros secretos.

Rubén Boggi

 

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