El sapo, el dólar, los argentinos

17 septiembre, 2014
El sapo, el dólar, los argentinos

Hace tiempo –mucho tiempo- un amigo me desasnó acerca de la historia de cómo el sapo se cocinó sin darse cuenta. “Se metió en una olla con agua fría, recién puesta sobre el fuego. El agua se fue calentando tan despacio, que el sapo no se daba cuenta. Hasta que empezó a hervir, y ya era tarde”.

La historia, que linda con lo desagradable, pero que se acepta entre amigos que por otra parte estaban consumiendo cantidades preocupantes de cerveza, sirvió a partir de allí para usarla como metáfora en muchas situaciones, en las que uno inexorablemente se siente cagado por uno o varios, pero al mismo tiempo, sumido en la indolencia, no se rebela, y termina cocinado, es decir, reacciona cuando ya es tarde.

Mi amigo ya partió hacia la quinta del ñato, lugar destacado por Jorge Luis Borges en una de sus milongas profanas, y desde donde ciertamente no se vuelve, y se transita lentamente hacia el olvido. Pero si viviera ahora, si pudiéramos compartir una cerveza, seguramente coincidiríamos en que a los argentinos nos está pasando lo del sapo.

A todos los argentinos, aclaro. A todos y todas, a los 43 millones. Sin distinción de sexo, raza, religión o kirchnerismo alguno.

Si no, habría que explicar cómo el dólar “blue”, palabra anglófila que usamos para no decir “paralelo”, que es una denominación que había dejado de utilizarse por inútil durante más de una década en Argentina, cómo decía, el blue, está en 15 pesos, sin que a nadie le asombre demasiado; cómo el asado con hueso está a 110 pesos el kilo, o más, sin que nadie se clave un hueso de costilla en el vientre, cual samurái desencantado; cómo se propone que un viaje en un colectivo pedorro lleno de tierra y olores, cueste 9 mangos…

Mientras en el Deliberante capitalino se discute cómo castrar gatos y hacer monumentos al árbol, a solo cinco meses de que el agua nos pasó por arriba y casi se lleva puestos barrios enteros, nosotros, cual sapos en amable cofradía, nos miramos y sonreímos, contentos del confort mentiroso, igual que un preso condenado a muerte disfruta de su última cena, con un eructo amigable, casi sincero, compartido con el piadoso guardia-cárcel.

Antonio Vagnozzi

 

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